Sabes que
ella siempre estuvo sola, hasta que llegaste tú. Siempre fue una loba
solitaria, incapaz de permanecer mucho tiempo en el mismo sitio, errante como
ella sola, sin un lugar al que llamar hogar. Y entonces se enamoró de tus
manos, guitarrista, de tus manos repletas de callos y de la piel endurecida de
éstas, de la forma en la que la acariciabas como si fuese las cuerdas de tu
guitarra siendo ella mucho mejor, pues bien es sabido por todo el mundo que
cuando ella suspiraba tú perdías la cabeza. Ella amaba tus manos, que siempre
estaban frías.
Quizá vino a
mí porque Aiko no estaba, quizá porque tu recuerdo la atormentaba, pero todo lo
que sé es que esa noche apareció en mi puerta, sin una gota de esperanza ni
brillo en los ojos, esos que tanto te gustaban. Podría mentirte, y decirte que
ella estaba bien, pero sabes que no. Tú la habías encerrado en aquella pequeña
habitación recubierta de sueños y promesas rotas que no hacían más que rasgar
su piel. El fantasma de tus acordes que aún seguía permaneciendo en sus oídos,
como si al despertar fuese de nuevo a encontrarte sentado en la terraza fumando
y tocándole melodías a la luna, la atormentaba al despertar.
La metí en
la bañera, en un vano intento de calmar el frío que sentía. Pero la dejaste sin
tu calor, abandonada en la estación del norte, y la escarcha ya estaba dentro
de ella. Lavé su pelo descuidado con todo el cariño que pude, eliminando los
restos recientes de sangre y desenredándolo, mientras su mirada se clavaba en
el agua y se ahogaba. Cada vez más profundo, más profundo, más profundo…
Mirándola
bien, ya no era loba, ni era fiera. ¿Qué quedaba pues, de ella? Medio corazón.
Una muñeca de trapo sin ojo. Una guitarra con dos cuerdas. Un piano sin teclas.
Una vida sin ti. Tú, que te la llevaste y la preñaste de sueños vanos y
promesas que jamás cumplirías, que pintaste las paredes con tus planes de
futuro sin revelarle que ella no estaba incluida, que embargaste sus oídos con
las más preciosas melodías de amor jamás escritas sin decirle que jamás
hablarían de ella, que cuando hacíais arte juntos no pensabas en ella.
¿Qué te
digo? ¿Te miento? No puedo. Pero tampoco te rogaré que vuelvas, porque si lo
hicieras, te mataría. Y no con mis propias manos, como ella una vez dijo.
¿Recuerdas aquellos días en los que apenas llegabais a final de mes, pero
vuestro arte seguía florando con cada roce de labios? Tanto te amaba ella, que
tras caer tu rendido a su lado, ella lloraba amargamente y soñaba con una vida
a tu lado, donde os fuese bien.
Mientras yo
le preparo un cola-cao calentito, ella me mira y me ruega que la saque, que
vaya a encontrarla en la oscuridad porque se está perdiendo, se está cayendo,
pero la cárcel de su orgullo le oprime la voz y sé que no lo dirá. ¿Quién puede
encontrarla cuando se esconde, sacarla de su pozo en el cual se ahoga,
intentando cada vez con menos fuerzas salir a flote? Y tú eres la piedra que
cada vez la sumerge más y más, mientras el agua ahoga sus gritos y se lleva su
consciencia, mientras cada vez que inhala muere un poco más y las burbujas de
oxígenos se le escapan como últimas promesas de vida, últimas esperanzas de que
vuelvas, últimos te quieros susurrados que se pierden entre el ruido de su
corazón saltando en mil pedazos.
No puedo
hacer más que llevarla a mi cama y taparla hasta casi la nariz, mientras con
los ojos me suplica que no me vaya, que no la deje sola en la oscuridad, que la
saque de aquel lugar que tanto tiene de ti. ¿Quién soy yo pues para negarle mis
brazos por una noche? Oigo el latido de su corazón, apenas un murmullo dolorido
aquí fuera, siendo por dentro el lamento de mil y un almas en pena que se alza
en pos del llanto que sacude sus hombros cuando mis brazos la rodean, y hunde
el rosto en mi pecho mientras la guerra dentro de ella continúa, y yo le
acaricio el pelo, deseando que se agarre a ese geste conciliador y que por un
momento todo se desvanezca, que el sueño la venza pues sus ojeras no podrían
ser más profundas. “Me estoy rompiendo” me dice, y sé que es cierto pues sus
pedacitos caen con cada lágrima y se pierden entre las sábanas limpian (como a
ella le gustan), sé que su único pilar se está desmoronando como un castillo
construido sobre arena, como todo lo que construyó sobre tus efervescentes
promesas de futuro, más huecas que una hucha vacía. Y quisiera sostenerla más
allá de este abrazo plagado de lágrimas y pedacitos cortantes e hirientes que
dejan huella en su ya marcado rostro. Marcado por falsos besos y caricias de
pega, por sonrisas huecas durante semanas y por mentiras (estoy bien) que han
desgarrado su garganta. Las ojeras ensalzan la mirada suplicante de sus ojos,
ahora enrojecidos (sácame de aquí). Sácame de aquí…
Y al fin
cierra sus ojos, sintiéndolo todo en llamas más allá de nuestras ventanas.
Estarás bien, le digo, nadie puede herirte ahora, pues mis brazos serán tu
escudo en esta noche fría y oscura. Y siento como entre mis brazos se encoge,
se apaga su llanto, como, durante unos instantes, se abandona a mis creencias
de paz que ojalá pudiese hacer cumplir, por una noche al menos y aunque más
allá de los postigos todo arda, todo sea yermo o todo muera sin tu presencia,
pues ahora que sus postigos se han cerrado toca reconstruir los daños, hacer
inventario de emociones y huelga de sentimientos, abandonarse al dolor y vaciar
los embalses salados, coser sus heridas mortales y buscar entre sábanas de seda
los trozos ásperos de su malgastado corazón, para que todo funciones como solía
hacerlo. Siento su respiración tranquila, su rostro húmedo y los surcos de sus
lágrimas y la abrazo con fuerza, esperando poder abarcar en un abrazo todos sus
pedazos rotos, y que con dicho gesto se vuelvan a juntar.
Pero esta
vez no te dejaré que los despegues, ni a golpe de cuerdas.
------------------------
Buenas
noches Loi chan, que descanses y duermas bien.
~ Hachiko.